La miel puede durar miles de años en recipientes sellados; incluso se ha encontrado en tumbas del antiguo Egipto. El secreto está en el proceso de elaboración de la miel.
Las abejas recolectoras recogen el néctar azucarado de las flores y lo llevan de regreso a la colmena. Aquí, las abejas transfieren el néctar a otras abejas obreras, quienes beben y regurgitan repetidamente el líquido, reduciendo su contenido de agua. Durante este proceso, una enzima en el estómago de las abejas descompone la glucosa del néctar en ácido glucónico (que contribuye a la acidez de la miel (pH de aproximadamente 4)) y peróxido de hidrógeno.
Una vez depositado el néctar en el panal, las abejas lo avivan frenéticamente con sus alas para acelerar la evaporación del agua. El bajo contenido de agua y la alta acidez de la miel son las dos razones principales por las que la miel no se echa a perder: las bacterias que causan el deterioro de los alimentos no pueden crecer en estas condiciones.
El peróxido de hidrógeno también tiene propiedades antibacterianas. De esta manera, la miel se mantiene fresca para las abejas durante los fríos meses de invierno y durante mucho más tiempo en nuestros frascos.